domingo, 13 de noviembre de 2011

Atrocidad

Las tres noches que planeamos para trasladarnos a la casa de Panchita logramos que nadie nos descubriera. Ella no tenía a nadie a su mando, puesto que la mayoría de las familias indígenas ya tenían dueño, aunque no todos los indios llegaron al D.F., debido a que al Gobierno no le convino de cierta forma traer a todos los mugrosos porque la economía empezaba a debilitarse; por otro lado, ¿Quién iba a recoger las cosechas para que los ciudadanos tuvieran sus alimentos? 

A pesar de que no vinieron a la capital, no se salvarían de ser maltratados. Con lo único que contaban era con su choza. Los hombres se dedicaban a la siembra pero no recibían pago. Las mujeres y niños tenían que permanecer en sus pequeñas casas. No contaban con electricidad, tenían escasez de agua y de alimento; en muy pocas ocasiones comían solo tortillas, o a veces frijol y algunos días ni probaban bocado. Vivian en pésimas condiciones. Los hombres ni siquiera rendían en las cosechas, los niños se enfermaban seguido. En tiempo de frío incrementaban las muertes en la sierra, ya que morían de hipotermia…

La situación en el D.F. era similar. Algunas familias les quemaban las manos a los indios con cigarrillos o cerillos, o dejaban caer la cera de las velas hasta que se terminara, por el simple hecho de no hacer las cosas adecuadamente. Había días que los dejaban sin comer o les daban la comida echada a perder. En efecto: no podían salir a las calles. Cuando se enfermaban, los dejaban morir…

La familia de mi amiga Nizzaye no tuvo la fortuna de escapar de las manos de los capitalinos. Ellos estaban con la familia Bermúdez. Eran siete miembros. Cada uno tenía sus respectivas tareas. A la mamá de mi amiga le tocaba todo lo relacionado con la cocina. A la hora de la comida tenía que servir la mesa; al probar bocado, si no era de su agrado, se lo escupían en la cara, le tiraban las cacerolas repletas de comida hirviendo y, no conforme con esto, la golpeaban. Así era cómo los trataban a todos. Si las cosas no les parecía a la familia, los humillaban, los insultaban, los martirizaban, les decían de groserías, hacían que sus labores las repitieran y eran golpeados con un látigo.

Cada día que pasaba era un infierno para las familias indígenas. Ya no podían más. Todos los días deseaban ya no amanecer. En ocasiones pensaban en quitarse la vida. Nos preguntábamos ¿Qué será más cruel, que te arrebaten la vida de inmediato o que sea lentamente? Así lo estaban haciendo los ciudadanos del D.F.

Se sumergían en un abismo de desesperación, depresión y ansiedad. Ya no tenían fuerzas para vivir. En lo único que pensaban era en la muerte. No querían sufrir más. Algunos indígenas decidieron quitarse la vida. Se suicidaban ahorcados, se cortaban las venas, tomaban veneno, pastillas o alguna sustancia tóxica. Otros indios eran asesinados por las familias porque ya estaban hartos de soportarlos y con el paso del tiempo ya no estaban dispuestos a seguirlos tolerando… No podía creer lo que estaba pasando con mi gente. Me invadía una gran tristeza.

A cuatro meses de estas atrocidades. El 15 de septiembre fue un día gris. Se supone que tenía que ser un día de festejo por el motivo de las fiestas patrias; todos nos encontrábamos en la sala viendo la televisión y, ansiosos esperando el grito de independencia. En ese instante tocaron a la puerta. Al momento de abrir, la señora Panchita recibió un impacto de bala en la cabeza. Al escuchar el disparo se oyó un silencio abrumador. Al ver que seis tipos armados entraron a la casa, gritamos de miedo. Uno de ellos apuntándonos a todos, nos dijo: “Nadie se mueva si no obedecen se los lleva la chingada…”. Aquel tipo me tomó de los cabellos, apuntándome en la sien, me dijo: “Creíste que te habías salvado, Yerine. Solo esperábamos el momento oportuno para acabar contigo…”.

Cada una de esas palabras retumbaba en mi mente. Había entrado en shock. Otro disparo al aire me hizo regresar a la realidad. Mi familia llorando de angustia y a la vez de impotencia. Tanto ellos como yo estábamos asustados. Uno de mis hermanos intentó abalanzarse contra uno de ellos, pero el tipo que me sujetaba le disparó en  la espalda. Nuevamente, se oyeron gritos de desesperación. Temía tanto morir asesinada y que mi familia saliera lastimada, que le supliqué que no nos hicieran daño, que fue un error el haber pensado en un mejor futuro para nosotros... Nada de lo que decía yo, era suficiente; en ese momento amartilló el arma, era mi fin… Se quedó un segundo pensando y dijo: “Sería mejor terminar con toda tu mugrosa y asquerosa familia, pero a ti no. Sufrirás más al ver cómo te quedas sola…”. ¡No! ¡Por favor no lo hagan! Acaben conmigo, la única culpable de todo esto fui yo. No tuvieron piedad de mí ni de mi familia. Comenzaron a balear a cada uno. Al terminar de masacrar a toda mi familia, los seis tipos se largaron y una risa malévola fue lo último que escuché. Fue atroz presenciar la muerte de mi familia. Consiguieron acabar conmigo. Estoy muerta en vida… Tenía una crisis nerviosa, no podía dejar de llorar, me sentía culpable por lo que les había pasado. En lo único que pensaba era en matarme; no tenía sentido seguir viviendo.

En el momento en que estaba a punto de quitarme lo que quedaba de mi vida, entró Nizzaye derrotada y con las mismas heridas. Me dijo: “Amiga, qué estupidez vas a cometer. No vale la pena quitarse la vida por todo lo que hemos sufrido. Yo también he quedado sola. De igual manera me arrebataron a mi familia. Logré escapar por eso estoy aquí, para que ambas salgamos adelante. Yo también quería morir, pero las últimas palabras de mi padre me hicieron reflexionar. Vámonos lejos donde nadie nos pueda encontrar. Tenemos el derecho de empezar una nueva vida…”.
(Final)

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